La justicia como 'sentimiento de injusticia'*
Gustavo ZAGREBELSKY
Los criterios absolutos de justicia carecen de contenido.
Si son absolutos, están vacíos; si estuviesen llenos, serían relativos, es decir, válidos para unos
pero no necesariamente para otros. En palabras del profesor Bobbio, si un criterio de justicia tiene alcance universal, es puramente formal; si tiene valor sustancial, no será universal sino histórico, es decir, relativo. Una noción de justicia que sea a la vez universal y sustancial es absurda.
Tomemos la más conocida y comprensiva de entre las fórmulas de la justicia: el unicuique suum tribuere, el dar "a cada uno lo suyo" de los jurisconsultos romanos o su reformulación: "trata a los iguales de igual manera y a los desiguales de manera desigual".
Ambas fórmulas dejan indeterminado lo que es el punto decisivo, es decir, la noción de suum, lo correspondiente a lo que nos hace, bajo los más diversos aspectos, iguales y diversos (dado que la igualdad y la diversidad absoluta no existen). Fórmulas como éstas pueden ser acogidas por cualquiera: desde el superhombre nietzscheano al defensor de los derechos humanos, desde el luchador por el comunismo universal, hasta el partidario de la libertad del estado de naturaleza, desde el apóstol de la fraternidad universal hasta el fanático del estado racista.
Los campos de exterminio, por ejemplo, respondena esta máxima de la justicia. El lema de bienvenida al campo de concentración de Buchenwald -una especie de "Iasciate ogni speranza, o voi che entrate"-, era, precisamente, jedem das seine, a cada uno lo suyo, pero tal podría, incluso, haber sido el lema del buen samaritano o el de un San Martín que divide su capa con el desnudo. En fin, esta regla de justicia podría ser, indistintamente, tanto el programa del reino del *amor como el del reino del odio.
Las máximas de justicia que llaman a la conciencia individual son, también, puros envoltorios carentes de contenido, como la bíblica "no hagas a otro lo que no querrías que te hiciesen a ti", o en sentido afirmativo, el "trata a los demás como tu desearías ser tratado". Contienen una llamada a la igualdad: tú eres igual a tu prójimo, tienes el mismo valor; entonces, no hagas daño a los demás, porque te lo harías a ti mismo. Pero, las expectativas individuales, no hace falta insistir, son infinitas, como infinitamente diversa es la naturaleza humana. La aplicación de este criterio a las relaciones sociales daría lugar, ni más ni menos, a la anarquía.
Estas y otras parecidas fórmulas de justicia (a cada uno según sus necesidades, sus méritos, etc.) acaban siendo tautologías sin significado: justo es el suum y el suum es justo. Para salir del círculo vicioso, es preciso abrirse a un sistema de valores sustanciales cuya vigencia imperativa es tarea del legislador.
Pero, así, pasamos al terreno de la confrontación política; esto es, de la justicia que debería valer para todos, a la política, que es el reino
de la división y la competición.
En efecto, toda la historia de la humanidad es la de la lucha por afirmar concepciones diferentes e, incluso, antitéticas de la justicia; "verdaderas" sólo para aquellos que las profesan. Llamamos justo a lo que corresponde a nuestra visión de la vida en sociedad e injusto a lo que la contradice.
La justicia ha sido siempre una retórica a favor de una u otra visión política: la justicia revolucionariajacobina, la justicia burguesa, la justicia proletaria, la justicia volkisch, de la sangre y de la tierra, la justicia nazi, etc.; cada una de ellas con la pretensión de ser única.
Estos apuntes dicen algo desazonador: detrás de la apelación a los valores más elevados y universales es fácil que se oculte la más despiadada lucha política, el más material de los intereses. Cuanto más sublimes son aquellos valores, tanto más terribles son los excesos que quieren justificar. La historia enseña que, precisamente, los grandes proyectos de justicia son los que han dado lugar a las mayores discriminaciones, persecuciones, masacres y mistificaciones, haciendo aparecer a los oprimidos como opresores, y viceversa. Con la desoladora conclusión de que las ideas de justicia prometen para el porvenir la armonía universal, pero justifican las injusticias en el presente.
Las abstractas definiciones de la justicia conducen, pues, a esta conclusión paradójica: que nacias para encaminar y limitar el poder, su significado,no obstante, depende del poder mismo. Tenía razón Trasímaco, el contradictor de Sócrates en la República de Platón, cuando negaba valor autónomo
a la justicia y la reducía a lo útil para el más fuerte.
Todos los realistas, que saben cómo funciona el mundo, razonan de esta manera: "¿Por qué piensas que los pastores y los vaqueros atienden al bien de las ovejas y de las vacas y las ceban y cuidan mirando a otra cosa que al bien de sus dueños o de sí m ismos, e igualmente crees que los gobernantes en las ciudades, los que gobiernan de verdad, tienen otro modo de pensar en relación con sus gobernados que el que tiene cualquiera en regir sus ovejas, y que examinan de día y de noche otra cosa que aquello de donde pueden sacar provecho?".
Pero, sin sucumbir al nihilismo moral de un Trasímaco, para quien el poder es solo egoísmo y los ciudadanos solo ganado, de cualquier modo se acaba por caer en el entendimiento de la justicia como voluntad del legislador, es decir la justicia como legalidad. La ley no es ni justa ni injusta: es la ley. En efecto, la justicia implica una ley, la que sea.
Pero la ley no presupone la justicia porque es ella quien la determina. ¿Según todas las expectativas, no debía ser la justicia el criterio para enjuiciar a la ley misma? ¿Acaso la sociedad justa que buscamos no es aquella en la que rigen le yes justas? Y, sin embargo, he aquí una paradoja: precisamente, la justicia postula la obediencia a la ley, sin escrúpulos de conciencia en razón de su contenido. Justo no es el que actúa conforme a una propia elevada visión moral de las relaciones sociales, sino el cumplidor, el conformista, el legalista. Una conclusión desconcertante ¿Cuál será la conclusión? ¿Que la justicia es una ilusión o una disimulación del poder? ¿Que invocar la justicia, como hacen cada día millones de seres humanos, siempre y en todas partes es insensatez o incluso prepotencia, algo así como dar un puñetazo sobre la mesa? ¿Que la promesa de Jesús de Nazareth a los que tienen hambre y sed de justicia (Mt. 5,6), a los perseguidos a causa de la injusticia
(Mt. 5,10), es solo un cruel engaño? Es lo que nos dice la razón. ¿Pero hemos llegados hasta aquí para escuchar esto: que todo es una inútil e insoportable paradoja? No puede ser y quizá no sea así.
El nihilismo de la justicia es la inevitable conclusión de un intento fracasado, dadas las premisas de que parte: (a) que existe una idea a priori de justicia, cuya búsqueda reclama la puesta en acción de las fuerzas de la razón; (b) que la justicia es plenitud de contenidos. Hasta aquí, en efecto, hemos razonado como si se tratase de elaborar una idea que refleje fielmente los caracteres de relaciones sociales en sí
mismas justas, un modo de pensar de tipo iusnaturalista que, como tal, no habría podido correr otra suerte que, precisamente, el fracaso. Pero, podemos probar a invertir el punto de partida y entender que se trata: (a) no de la búsqueda de una idea sino de la percepción de un sentimiento, el sentimiento de justicia; y, (b) que este sentimiento no tiene que ver con la justicia sino con la injusticia. Se entra así
en otro orden de problemas. Soy consciente de que el terreno es resbaladizo, pero antes de arrugar lanariz, esperemos un poco.
Que la justicia tiene que ver con posturas no racionales debería estar claro ya sólo por el hecho de que se atiene a valores. Las llamadas opciones de valor son objeto de percepciones y tendencias no justificables racionalmente, es decir, no mediante especulaciones o demostraciones. Por lo demás, el lenguaje, también aquí testigo creíble, habla de sentido o sentimiento de justicia. La justicia sólo como
idea o teoría aparece cuando el racionalismo de nuestra civilización -en la búsqueda de la naturaleza de las sociedades- pretende dejar de lado todo lo que no es razonamiento y cálculo, porque no es científico. Es así como aquél se ha extendido de forma desmedida, arrinconando a la otra mitad de las facultades del espíritu humano e induciendo a descuidar instrumentos de conocimiento que, a veces, pueden llegar incluso allí donde la razón no llega.
En efecto, los juristas algunas veces han intentado una revancha sobre el racionalismo, buscando extraer de un originario y fundamental "sentimiento del derecho" de los seres humanos normas de justicia a salvo de las críticas relativistas a que están expuestas las nociones puramente racionales. Este sentimiento consistiría en la natural reacción frente a acciones que nos repugnan, antes e independientemente
de la existencia y del conocimiento de una norma que las prohíba. En definitiva, una suerte de iusnaturalismo del sentimiento, y no de la razón, con una particularidad esencial: que el primero, a diferencia del segundo, no pretende construir la justicia en la tierra sino que se limita a revolverse contra la injusticia. No es, pues, lo mismo.
El sentimiento de la injusticia se rebela contra el infierno en la tierra; la ciencia de la justicia mira aconstruir en ella el paraíso. Por encima de todo, el sentimiento de injusticia es de los débiles y de los oprimidos; la ciencia de la justicia, es de los fuertes y, tal vez, de los opresores.
Este desplazamiento de la ciencia al sentimiento, de la razón a la percepción, pudiera parecer también destinado al fracaso, exactamente igual que los intentos de encerrar la justicia en una fórmula abstracta.
Los sentimientos de justicia de los hombres son diversos y contrastantes: los del pudiente que vive de las rentas no serán los mismos que los del parado o del trabajador por cuenta ajena cuyo puesto esté en peligro; los del filántropo no son los mismos que los del misántropo; ni los del cosmopolita, que los del nacionalista racista; los del amable, que los del prepotente, etc.
Esta observación está justificada cuando es demasiado lo que se espera del sentimiento de justicia.
Pues, en efecto, quiebra si se exagera la crítica que apela a la relatividad de los contenidos. Es necesario atenerse al mínimo, que, precisamente por ser tal, es fundamental.
El mínimo fundamento se encuentra en la respuesta a la gran pregunta que aflora de vez en cuando, y se deja siempre de lado porque molesta: ¿podría aceptarse en algún caso el mal causado a un inocente -me refiero al mal causado conscientemente- aunque fuese por el fin más elevado, como la felicidad del género humano o la armoníauniversal? ¿El sufrimiento del inocente, las lágrimas de un niño, pueden ponerse en la balanza con el bien de la humanidad? Naturalmente, la respuesta es no. El bien no puede, conscientemente, fundarse
en el mal. Si se está dispuesto a verter lágrimas inocentes, se estará dispuesto a verter ríos de sangre.
Bastaría con subir el precio de la felicidad prometida.
Bien pensado, la respuesta positiva a la pregunta, más allá de lo moralmente insostenible, sería además el inicio de la guerra de todos contra todos.
Pero aquí se hace visible nuestra hipocresía, porque toda nuestra historia se ha fundado precisamente en esta urdimbre de bien y mal, moralmente injustificable. El famoso primer estásimo de Antígona, que celebra al ser humano y sus obras bajo la ambigOedad de las muchas cosas admirables y al mismo tiempo execrables (pollá ta deiná) (1) expresa, espléndidamente, admiración y consternación frente a esta terrible duplicidad. Junto al pasaje de Sófocles, que Martín Heidegger consideraba la síntesis de toda la historia de Occidente, se
sitúa el lamento del Eclesiastés (7,20): "en verdad, no he visto un hombre justo bajo el sol que, haciendo el bien, no haga el mal".
El mal causado al inocente, es decir, la injusticia absoluta, puede ser racionalmente justificado, por ejemplo, como "precio" del progreso. Pero no es admisible existencialmente, cuando entran en juego facultades de percepción y comprensión diferentes de las racionales. Y no hablo de los males naturales, ante los que sólo cabe desesperarse o resignarse; aquí interviene la humana conditio y no hay nada
que hacer. Hablo de quien con las propias acciones, de forma consciente aunque no intencional, produce hambre, enfermedad, opresión, exterminio de seres humanos. ¿No es ésta la visión de una injusticia repugnante? ¿No se movilizaría el sentimiento de justicia de todos, más allá de las diferentes ideas de justicia que profesamos, sólo con que se vieran las cosas claras? ¿Cómo es posible la indiferencia ante el sufrimiento del inocente, la injusticia absoluta? Por ejemplo, la causada a los más inocentes entre todos, los niños y los animales ("el débil caballito de ojos mansos"), de que habla Iván Karamazov en diálogo con su hermano Aliosha, que da pie a La Leyenda del Gran Inquisidor (2); la injusticia que hace el mundo inaceptable y transforma en obscena blasfemia la promesa apocalíptica (15,3) de la intervención divina que, al final de los tiempos, reconducirá todo a la "suprema armonía"(3): el torturado se reconciliará con el torturador, la víctima con el verdugo, el lobo con el cordero. Esto no sucedería ante la sola visión del sufrimiento del que son testigos los voluntarios de la solidaridad y la información, que no desdeñan mirar de frente, sin el filtro de teorías -teorías que admiten una razón cualquiera, de cualquier clase- la realidad de los hospitales del tercero y el cuarto mundo, la periferia de las grandes ciudades, las carreteras de los
países atormentados por la guerra, la violencia y la explotación, la realidad de los lugares de segregación donde el dominio del hombre sobre el hombre es absoluto; los campos militarizados de trabajos forzados infantiles, como las minas de piedras
preciosas en el Africa centro-meridional o en América Latina, etc., etc., etc.
Mientras no permanezcamos insensibles ante estos espectáculos y continúen escandalizándonos, no se apagará el sentimiento de justicia. No sabría decir si por naturaleza o por cultura. Si se piensa en el sufrimiento de los inermes ofrecido como diversión a las plebes en espectáculos públicos, desde la antigOedad hasta hace algún siglo, habría que decir que es por cultura y no por naturaleza. En la actualidad, costaría imaginar hombres de gobierno jactándose de causar este sufrimiento, aunque lo cierto es que lo producen conscientemente para ofrecerlo como regalo a la opinión pública. El día en que el mismo sólo genere indiferencia e incluso, diversión, el discurso sobre la justicia como valor general habrá concluido.
Pero aún no se ha llegado a esa situación. Las prácticas de injusticia se producen a escondidas y requieren un sentimiento de humanidad anestesiado por el uso de sustancias tóxicas, y un sentimiento moral desviado mediante ideológicos lavados de cerebro. En condiciones normales no serían posibles los SonderKommando, y los verdugos de los campos de concentración nazis, lo escuadrones de la muerte que recorren el mundo, nos hablan del previo consumo de alcohol y drogas. La tecnologíadel sufrimiento que se practica en cárceles especiales o en operaciones bélicas especializadas, presupone un previo e intenso adoctrinamiento de sus agentes. Sería de gran interés la lectura de los textos con los que se moldea la psicología de quienes están empleados en funciones al límite o más allá del límite del sentimiento de humanidad; sería instructivo participar en los "cursos de formación" organizados expresamente para ellos, con el auxilio de psicólogos. E igualmente instructivo es el embotamiento de las conciencias mediante la científica burocratización o, según Hannah Arendt, banalización
de la muerte y del terror, que planifica los crímenes
y alivia las conciencias.
Sin embargo, no parece que para elaborar las
ideas "de justicia" del darwinismo social, es decir, la
aplicación a la raza humana del principio de supervivencia
del más fuerte y de aniquilación del más débil,
o de la división de la humanidad en razas superiores
y razas inferiores, por citar dos ejemplos de

doctrinas criminales, haya sido necesario ingerir
sustancias tóxicas. No parece que Spencer o
Gobineau hubieran tenido que forzar artificial mente
su naturaleza para escribir individuo y Estado o El
ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas.
No obstante, no se debe descalificar teorías e
ideas generales. La rebelión contra la injusticia se
basa en una inclinación y en una pasión, pero necesita
de la razón. A ésta le compete individualizar las
causas del mal a extirpar y proponer medidas para
eliminarlo. Pero, no se trata de ideas y teorías de
justicia entendidas como proyectos políticos. La justicia
viene antes, la política después; la política está
en función de la justicia, no al contrario; la justicia no
es un valor final sino el principio o motor de la política.
La política está a nuestras espaldas, como deber
moral comprometedor; no ante nosotros, como
el sol del futuro que hemos de perseguir. La diferencia
es radical: en tanto que principio de todas nuestras
acciones, la justicia no puede nunca justificar
una injusticia, un medio injusto; en cambio, como
valor al que tender, podría justifica cualquier cosa
considerada necesaria para alcanzarlo. La justicia
como principio pero no como valor, contrasta claramente

con las filosofías de la historia orientadas a
los grandes horizontes del progreso de la humanidad,
pero insensibles a la suerte personal de millones
de seres humanos, siempre sacrificada a los
proyectos de poder de reinos y repúblicas, de jerarquías
religiosas y sistemas económicos, hoy celebrados
en un mercado que carece de límites.
El interrogante más urgente que la justicia plantea
en nuestros días es el de la aceptabilidad del uso de
la fuerza, de la guerra en su nombre, cuando están
de por medio poblaciones inermes o, incluso, solamente
(¿solamente?) individuos -los soldadoscuya
libertad se encuentra constreñida por la necesidad
o la disciplina. La respuesta al interrogante,
según la justicia de los inermes y de los inocentes es:
no, jamás. Si se respondiese que sí porque hay violencias
justificadas en guerras dictadas por justos
motivos, ello significaría que la justicia no es vista
desde la parte de las víctimas sino de la de los poderosos,
que usan la palabra justicia como un medio
para ocultar otras cosas, como la política de poder, la
defensa de la seguridad y del nivel de vida, la identidad
religiosa, etc.; cosas, más o menos nobles, en
todo caso diversas, que tienen otros nombres.
Que no se apropien los poderosos de lo que no les pertenece y que suele ser el único recurso de los inermes: la invocación de la justicia. Que no traten de hacer único lo que siempre es dúplice, ni de confundir con la justicia lo que no es más que su fuerza y sus objetivos.
Dejen la justicia a quien tiene hambre y sed de ella. Evoquemos una vez más, con el deinós de Antígona y con las palabras del Eclesiastés, la íntima imbricación de bien y mal; y comprendamos que, en todas las cosas, la justicia tiene que ver con el lado del dolor, con el infierno en la tierra de nuestras sociedades; y no con el lado del bienestar, con el paraíso que los poderosos dicen perseguir con sus programas.
Traducción de Roberto Pérez Gallego.